Cuando
voy a dar charlas a los institutos de enseñanza media siempre
digo a chicos y chicas que por mucho que se empeñen no pueden
escapar a la literatura. No importa que no lean, que no abran un
libro jamás, pues la literatura, la poesía, forma parte de ellos.
Es más, tiene que ver con las experiencias más decisivas de
sus propias vidas, con esos momentos de epifanía y gozo que
todos anhelan tener. Por ejemplo,
el amor es una experiencia así. Transcurre en el mundo, es una experiencia
que pertenece al campo de lo real, pero a la vez es una experiencia
poética. Los momentos más intensos de nuestra vida tienen una
naturaleza doble: suceden a la vez en el mundo real y en el de los sueños.
La única manera de escapar a la literatura, sigo diciéndoles a mis
jóvenes interlocutores, es dejar de vivir o tener una vida vulgar,
cosa que
ninguno de ellos obviamente desea. Por eso les animo a leer, porque la
vida sólo merece la pena cuando está hecha de la misma materia con
que se hacen los buenos libros.
¿Y
qué nos dicen esos libros? Algo muy simple: que podemos traernos
cosas de los sueños. Coleridge tiene un poema en que un poeta sueña
con un jardín fabuloso donde todo es perfecto. Paseando por sus
senderos, ve un hermoso rosal y toma distraído una de sus rosas.
Pero algo
pasa y se descubre, de golpe, acostado en el cuarto inmundo de una
pensión. Comprende decepcionado que ese jardín solo ha existido en
su fantasía y, cuando trata de volver a dormirse, ve sobre la
mesilla la rosa
que acaba de cortar. Puede que el jardín fuera un sueño, pero se ha
traído de él una flor. ¿Es posible esto? La literatura nos dice
que sí. El poema
es la prueba. Coleridge no se limita a soñar con un lugar
maravilloso, sino
que escribe un poema que podemos leer. Ese poema es la rosa,
una rosa de palabras. Leerlo es pasear por el jardín encantado, aspirar
sus aromas desconocidos, llevar en las manos la rosa soñada.
No
leemos porque queramos escapar del mundo, ni para sustituirle por
otro hecho a la medida de nuestros deseos, sino para ser reales. Tal
es la razón última de todos los libros que existen. “¡Quiero ser
real!”, es lo
que exclaman todos los lectores del mundo cuando abren un nuevo libro.
Y, paradójicamente, ese deseo es su sueño más desatinado y
hermoso.
GUSTAVO MARTÍN GARZO
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